¿Qué hay en común entre el día con su noche y la noche con su día?
¿Entre el río y la montaña, y entre la flor y una rama?
¿Qué hay en cada instante en esta vida? ¿Que hay entre el futuro y el pasado?
Hay una constante, que nos recuerda que nada nos pertenece…
Despojados inmediatamente de todo lo que nos rodea, somos una masa errante de cadáveres. Nuestro cabello y piel se desprenden en cantidades incalculables a cada instante, de la misma forma que nuestro aliento, nuestras palabras y miradas... Los sueños son abandonados cada día y reemplazados por una aspiración mayor o por simple conformismo. Cada día es una fecha más en una pila mortuoria.
Habituados, curtidos y agobiados de esta práctica congénita, resultado de nuestra singular innovación, somos victimas y victimarios a un nivel mayor pero a la vez ínfimo: Al nivel humano. Es una ruptura violenta cuando nos llega y somos conscientes de ella. Vulnera nuestra vida y evidencia nuestra fragilidad. Mientras el mundo ofrece este tormento en exagerada proporción deleitándose en este execrable padecer, el Señor desafió su inercia.
En lugar de despedidas, trajo consigo una noble bienvenida.
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